A
medida que voy asimilando los resultados de las elecciones de ayer, más
contento me pongo.
Y,
a la vez, más importante me parece el que todos sepamos interpretar lo que, sin
necesidad de “ponernos estupendos” ni ahuecar la voz, podríamos calificar como
“la voz del pueblo”.
Un
pueblo algo cazurro, desde luego.
Y
también bastante irreflexivo.
Hasta
el punto de despreocuparse de sus intereses reales para andar detrás de los
señuelos de un equipo de fútbol, un programa de televisión, un concurso, o una
“nota de sociedad”.
Eso
en el mejor de los casos. Porque, además, tenemos acreditada una cierta
tendencia a hurgar en la basura y utilizarla como arma arrojadiza contra quien
no es “de nuestra cuerda”.
Sin
embargo y pese a todos estos defectos y pese a que quienes nos malgobiernan (y
nos malgobernaron) suponen que, además de incautos e individualistas, somos
bobos y mansos, quiero creer que las papeletas que ayer metimos en las urnas (casi
la mitad de las personas que teníamos derecho a hacerlo) vienen a desmentir esa
suposición.
Me
explico: